Hijo de las bibliotecas (y de Círculo de Lectores)
Y no soy el único pero, por alguna razón, parece que muchos quisieran disimularlo
Soy hijo de las bibliotecas públicas y de Círculo de Lectores (y también de otros clubs que existieron en la misma época, como Discolibro). Y también de Mortadelo y Filemón, aunque eso lo dejaremos para otra ocasión. Aquí, ahora, prefiero hablar de cómo, de niño, no solo devoraba los libros que cada semana me traía de la infantil y juvenil de Oviedo, por entonces situada al lado del Museo Arqueológico (y frente al local de los veteranos de la División Azul, con un obús plantado a la entrada, ojo), sino que también lo hacía con los que mi hermano se traía de la de adultos, en el edificio que ahora alberga el Real Instituto de Estudios Asturianos, ambas muy cerca de la Catedral. Fue de esa forma en la que descubrí, por ejemplo, los volúmenes negros de la colección de Super Ficción de Martínez Roca, el tótem que me abrió las puertas de un género que me ha hecho, en gran medida, lo que soy, la ciencia ficción.
El patio de la biblioteca pública Iván de Vargas (Madrid)
De la misma forma, también se nutría de lo que mi familia iba pidiendo con cada nueva revista de Círculo, y que a veces eran los recomendados, simplemente porque no había habido tiempo para pensar en qué leer. Y esos eran la mayoría de los libros que iban formando la biblioteca familiar de una casa de familia trabajadora, en la que los padres, nuestros padres, no habían tenido un gran contacto con ellos, pero que desde el primer momento quisieron que sus hijos sí lo tuvieran, invirtiendo un gran dinero en enciclopedias, muchas de ellas por fascículos, que nos permitieran acceder a los estudios e incluso, la universidad, el gran mito para las familias en las que nadie había puesto nunca el pie en sus aulas.
El resultado es que soy un lector bastante anárquico, que no fue hasta, precisamente, la universidad cuando empecé a leerme los títulos que se suponía que debía leer. No, para mí, la felicidad, como me sucede también en parte ahora, consistía en pasear por entre las estanterías de la biblioteca y coger libros que me llamaban la atención por las cosas más peregrinas. Una formación lectora que no entendía de cánones ni obligaciones, en la que lo más popular convivía con cosas que solo con el tiempo descubrías que eran valiosas. Un viaje de descubrimiento continuo, con muchos trayectos que no llevaban a ningún lado, claro, pero de vez en cuando con luminosos hallazgos que, por sí solos, compensaban todo el tiempo perdido.
Me da mucho que pensar que, en las entrevistas o en sus artículos, la mayoría de la gente escritora de mi generación no haga mención alguna a que las bibliotecas públicas o Círculo de Lectores hayan jugado un papel esencial en su vocación
Me consta que mucha gente de mi generación tuvo la misma formación lectora. Al menos a mi alrededor, no abundaban los niños que compraran libros de manera habitual. De hecho, tengo la sensación de que, en mi entorno, los que más leíamos no éramos los que teníamos bibliotecas extensas en casa. Quizá por eso me siento tan extraño cuando tantos escritores afirman haber crecido en hogares donde sus padres les abrieron las ventanas de sus estanterías, de su biblioteca doméstica. Pienso que qué suerte tuvieron, pero eso no era lo más habitual ni en mi infancia ni en mi adolescencia. Y entonces es cuando no puedo evitar que me aceche un cierto prejuicio de clase (que acepto desde el principio que seguramente esté más en mi cabeza que en la realidad).
Me da mucho que pensar que, en las entrevistas o en los artículos, la mayoría de la gente escritora de mi generación no haga mención alguna a que las bibliotecas públicas o Círculo de Lectores hayan jugado un papel esencial en su vocación. Solo cuando este último desapareció, hubo algunos que le hicieron un elogio, pero me sorprendía que muchas de las cosas que decían eran lugares comunes, algo que pareciera que habían oído que les sucedió a otros, una cierta condescendencia, cuando ese club llegó a entrar en más de millón y medio de hogares, a lo largo de cuatro décadas. Son muchos años, muchos libros penetrando en las casas, la mayor inundación libresca de nuestra historia. Y sin embargo, es como si a muchos les costara reconocer que también empezaron así a leer. Como si quedara muy bien la inspiración en lo popular pero, oye, que yo soy culto, yo soy mucho más, no te equivoques.
Una agente de Círculo de Lectores
Y yo me siento extraño, porque ni siquiera podría decir si soy culto. Entre otras cosas, porque no sé muy bien qué es eso, porque he conocido a gente culta por la que no me cambiaría ni por un segundo de mi vida, y sin embargo daría mucho por tener lo que he visto en personas que apenas se acercan a un libro. Pero sí que tengo claros mis orígenes, que no sé si son mejores ni peores, ni en definitiva me dan más razón que al resto, pero son los que son: esos sí que me definen.
Las librerías, de manera habitual, han entrado relativamente tarde en mi vida, pero ha sido a tiempo para convertirse en una parte también esencial del lector ya precrepuscular que soy. En muchas ocasiones, y sobre todo desde que soy ese tipo de pseudoemprendedor más conocido como puto autónomo, por no disponer de dinero que poder gastarme para satisfacer esa ansia lectora caótica que sigo teniendo, sobre todo cuando leo por placer. Porque una cosa es cierta: los libros no son baratos, 20 euros es un gasto importante aún para muchas personas, y una política de fomento de la lectura que no tenga eso en cuenta está construyendo sobre un ficticio mundo de gominolas. Porque con los índices de lectura que tenemos, ninguna editorial, y mucho menos las que publican las cosas que verdaderamente cuentan, podrá permitirse rebajar ese precio: bastante les cuesta sobrevivir así, y eso las que lo consiguen. Y a los que siguen replicando que los jóvenes se gastan ese dinero en un solo día de fiesta… bien, les invitaría a echar un vistazo a cómo pasan muchas veces su ocio.
Con el tiempo, he llegado a conocer a gente cercana que ha resultado ser librera. Personas amantes de lo que hacen, que un buen día quisieron pasar al otro lado y llevar a nuevas cotas su entusiasmo de lectores. Hay dos casos que tengo cercanos, los de Cervantes y Compañía y Amapolas en Octubre, ambas en Madrid, librerías en las que me siento cómodo y de cuyos éxitos me alegro. Y en los últimos tiempos, he añadido una auténtica cueva del tesoro de la segunda mano, especialmente en ciencia ficción, La Tarde. Pero, en general, un lector como yo, que en el fondo sigue creyendo en la búsqueda y el riesgo, y en demasiadas ocasiones limitado por la economía, no termina de sentirse cómodo en muchas otras en las que se puede palpar una cierta presión por prescribirte qué debes leer. Y lo que menos necesito (pero en eso sí que me reconozco raro) son recomendaciones ni guías profesionales. Me llamará más la atención un comentario casual de alguien en quien confíe (y en lecturas confío en pocos, y no necesariamente los que parecerían más evidentes) que los cánones accidentales de cada momento.
La librería Cervantes y Compañía, en la calle Pez de Madrid
Por eso sigo siendo un gozoso usuario de las bibliotecas públicas, ahora de manera especial de la Iván de Vargas, también en Madrid, un edificio precioso en el que aún puedo aprehender vibraciones lejanas de mi big bang lector. Pero no veo que la opinión general las tenga muy en cuenta, ni siquiera entre los lectores. No ocupan apenas espacio ni tiempo en la conversación porque la salud editorial, en nuestra época, solo se mide por gasto per capita y número de ejemplares vendidos. Y claro, con esos parámetros, el préstamo de libros no tiene cabida: no interesa a nadie.
Y esa es la razón por la que aún hay tanta gente que sigue repitiendo tópicos sobre las bibliotecas pública. Incluso, cuando aparece alguna bibliotecaria (una mujer madura y gruñona, como marca el estereotipo) en algún dibujo animado, es una figura temible y odiosa, empeñada en guardar silencio y a quien le importa un pito que sus pequeños usuarios lean o no, solo que no trastoquen el orden fúnebre de sus pasillos.
Esta idea extendida solo sirve para describir a quienes no han ido en mucho tiempo a una biblioteca y no han visto cuánta gente joven e ilusionada trabaja en ellas, cómo se interesan por géneros como el cómic o los fanzines, o cómo nutren sus colecciones de manga para atender las necesidades de las nuevas generaciones. Y cómo discurren, con mucha imaginación y escasos recursos, múltiples formas de crear comunidad lectora e, incluso, de unir también a los habitantes de los barrios que las alojan, ahora que hay tantas fuerzas que buscan debilitar nuestros tejidos vecinales.
Y tiene aún más mérito su trabajo porque reciben muy poco cariño a cambio. Y en demasiadas ocasiones, de quienes menos reciben es de quienes dicen amar lo que ellas atesoran en abundancia: los viejos, maravillosos y eternos libros.