¿A quién pertenece una historia?
¿Puede un creador seguir reconociendo como suya una historia que luego han ido transformando otros? Esta semana me ha dado pie para recuperar este tema que me apasiona
El pasado viernes, tuve la fortuna de dedicar el “Viernes de ciencia ficción” que cada mes hago esta temporada en El ojo crítico (RNE) al nuevo libro de Ian Watson, El monstruo, la sirena y el doctor Mengele (Plan B/Dolmen). Una alegría por partida doble, porque Ian no solo es uno de los escritores más importantes del género de las últimas décadas, sino que además tengo el privilegio de contar con la amistad tanto suya como de su compañera, Cristina Macía, hasta el punto de haber tenido la suerte de disfrutar de su hospitalidad en su casa de Gijón (y quien los conoce, sabe que su capacidad como anfitriones es prácticamente inagotable).
El escritor británico Ian Watson (www.ianwatson.info)
Precisamente para preparar la sección, me acerqué de nuevo a uno de los hechos más relevantes, y más repetidos, de la carrera de Ian, aunque nunca cristalizara en un libro. Me refiero a los nueve meses que se pasó trabajando con el mítico cineasta Stanley Kubrick en el desarrollo del argumento de la película que finalmente sería llevada a la pantalla por Steven Spielberg con el título de A.I. Inteligencia artificial (2001). No tiene uno siempre la oportunidad de conocer en persona a alguien que entró en el sanctasanctórum de uno de los genios más famosos por su excentricidad y hermetismo, sobre todo con el fino y muy británico sentido del humor con el que Ian se refiere a ello, así que creo que se puede entender perfectamente mi fascinación por esa parte de su carrera.
Sin embargo, en esta ocasión, profundicé más en el proceso que había vivido el proyecto desde que Kubrick comprara los derechos del relato original de Brian Aldiss en el que se basa, titulado “Los superjuguetes duran todo el verano”, y que apareció por primera vez en 1969 en la edición británica de Harper’s Bazaar. Stanley Kubrick quedó fascinado por él, y no paró hasta hacerse con los derechos cinematográficos. Se trataba de la historia de David, un niño robot que se cree humano y que se enfrenta al hecho de no terminar de ser aceptado como tal.
Aldiss vio pronto que el director de “La naranja mecánica” quería convertir la historia en una versión moderna de un cuento de hadas
Una vez vendida la historia, Aldiss empezó a trabajar con Kubrick para expandir lo que era un relato breve en una historia capaz de llenar un largometraje. No era la primera vez que el director lo hacía; al fin y al cabo, había comprado en su momento otro relato de Arthur C. Clarke, “El centinela”, y luego ambos trabajaron en cómo desarrollarlo hasta cristalizar en el guion de 2001: Una odisea del espacio. El guion fue la base también de la novela que Clarke firmaría más o menos a la vez que la salida de la película, y que luego daría pie a una saga con varias entregas.
Parecía evidente que Kubrick pensaba en repetir la jugada, pero las cosas no funcionaron bien desde el principio. Aldiss vio pronto que el director de La naranja mecánica quería convertir la historia en una versión moderna de un cuento de hadas; concretamente, veía con claridad la necesidad de introducir al Hada Azul que, como sucede en Pinocho, sería la que buscaría el niño robot para que le concediera el deseo de convertirle en un niño de verdad y, de esa manera, lograr que la familia que ha prescindido de él le acepte de nuevo, y que su madre Monica le quiera como él está programado para quererla a ella. En esa primera etapa, además, ya apareció la fijación de Kubrick por otros detalles que no estaban en el relato original, como la visión de un Nueva York bajo las aguas, un escenario apocalíptico que funcionaría, también, como un marco fantástico que enlazaría con los habituales en los cuentos clásicos.
Haley Joel Osment como el niño robot David (con su peluche, también robot, Teddy; y Jude Law como Gigolo Joe, en A.I. Inteligencia artificial (Warner Brothers/Dreamworks)
No voy a explayarme aquí con el desarrollo de una relación que, en realidad, parecía condenada desde el principio (Aldiss la cuenta en el prólogo a la edición de la antología que apareció en España en el 2001, y que aún puede encontrarse con bastante facilidad en librerías de viejo), sobre todo porque Aldiss y Kubrick partían de dos perspectivas antagónicas: el primero veía su historia como un viaje hacia el interior del niño robot, mientras que el segundo quería expandirla hasta retratar todo un mundo futuro en el que resonarían las historias más tradicionales que ha ido recogiendo la tradición occidental.
Un buen día, la relación cesó. Y lo digo así porque, según la versión de Aldiss, sin despedida ni explicación algunas, Kubrick dejó de cogerle el teléfono, y el escritor ya no supo casi nada más hasta el estreno de la película (de hecho, el prólogo viene motivado por el inminente estreno de esta, de la que confiesa desconocer el resultado final). A partir de entonces, Kubrick llamó a otros autores de ciencia ficción para repetir el proceso. Uno de ellos fue Bob Shaw, quien apenas aguantó en el trabajo durante seis semanas, porque enfrentarse a Kubrick le imponía tanto que llegaba una hora antes a la estación donde le recogería la limusina enviada para llevarle a la mansión del cineasta, solo para tener el tiempo de enchufarse un whisky que le infundiese valor para enfrentarse a lo que, para él, debía ser un auténtico potro de tortura.
Y entonces llegó Ian quien, bien por habilidad, por resiliencia o por carácter (impuso la condición de que el trabajo se desarrollara solo por las mañanas, y llegar conduciendo su propio coche, como una forma de marcar algo de distancia con alguien que, si no, era absolutamente absorbente), logró completar los mencionados nueve meses de trabajo con él, suficientemente productivos para que, en ese tiempo, se fijara la historia que sostendría la película. Como anécdota, Watson cuenta que fue idea suya convertir el GI Joe robot que cuidaría de David en un androide diseñado para satisfacer sexualmente a las mujeres, el Gigolo Joe que tan bien encarnaría Jude Law en la cinta (lo que llevó a afirmar a Kubrick que eso les haría perder al público infantil, sin que eso pareciera importarle demasiado).
Sin embargo, antes Kubrick filmó Eyes Wide Shut, la película que tendría que haberle abierto el camino a continuación a la cinta del niño robot y, probablemente, a su eternamente postergado proyecto mastodóntico en torno a Napoleón. Pero la salud del director empeoró con rapidez mientras estaba inmerso en la producción y el rodaje, y ni siquiera vivió para verla estrenada.
El guion fue firmado finalmente por Spielberg, mientras que Ian Watson fue reconocido como el firmante de la historia en la que se basa. Aldiss se mantuvo como autor del relato original
Se abrió entonces un impasse, hasta que Spielberg anunció que culminaría el trabajo de Kubrick por expreso deseo de este. Y el director de E.T. no solo recuperó el argumento y el material dejado por Kubrick, sino que incluso recuperó ideas que había añadido Watson, y que el cineasta había dejado de lado. El guion fue firmado finalmente por Spielberg, mientras que Ian Watson fue reconocido como el firmante de la historia en la que se basa. Aldiss se mantuvo como autor del relato original.
Una historia apasionante, y nada rara en como suele funcionar el mundo audiovisual, especialmente el hollywoodiense. Pero confieso que me ha dado que pensar mientras he ido revisitándolo. Y de hecho, como humilde autor de relatos e historias (a años luz de cualquiera de los que he nombrado en este texto), no puedo evitar preguntarme por lo que cada uno de ellos sentiría con respecto a su autoría de la historia. Es fácil imaginar que Aldiss probablemente fuera el que encajara peor el haber perdido el control de lo que, en el fondo, surgió de su imaginación y su talento. Pero es que el resto, estoy seguro, también lo ve como algo propio.
Así que la pregunta inevitable es: ¿a quién pertenece una historia? En el caso del proceso de I.A. Inteligencia artificial, y desde el punto de vista legal, no hay dudas, porque está todo perfectamente claro en los créditos de la película. Pero, más allá de eso, todo son interrogantes. Al menos para mí, que soy de interrogación fácil.